Un ejemplo: jueves 19, San José, día de sol primaveral en Madrid. Apetece el aperitivo en una terracita. En la Castellana, por ejemplo. Me siento en la del café Gijón (¡craso error!); comanda: dos cañas; factura: 11,40 euros (¡¡CASI 2.000 PESETAS por dos cervezas). ¡¡¿Estamos locos o qué?!! Ok: el idiota fui yo por sentarme en semejante sitio, pero antes te tenías que ir a pedir un café en la plaza de San Marcos de Venecia para que te dieran una puñalada como ésta. Ahora te la pegan en casa. Es lo que tiene la globalización.
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A mi me ha pasado de todo. Desde frenar de repente y pedirme que abandonara el taxi al enterarse de que iba a una dirección demasiado cercana («llevo aquí esperando mucho y esa carrera es muy corta») hasta tratar de darme un tour por el Madrid de los Austrias pensando que era forastero aunque en realidad yo iba a La Vaguada. Y he visto de todo: decirle a un cliente extranjero que no lo llevan porque tiene muchas maletas o avergonzar hasta el llanto a una chica porque trataba de subir con un perrito dentro de una de esas cajas especiales de viaje homologada por las líneas aéreas. No entiendo por qué puedes hacer un Londres-Sidney en avión con tu mascota, pero la cosa se complica cuando pretendes hacer un Barajas-Lavapiés a bordo de un coche blanco con una raya roja.
Más en Esas entrañables cosas, tan nuestras, que siempre te esperan cuando vuelves a casa (uno, dos y tres), encontradas gracias a Rosa.