Grande librerí­a Michelena

Alguien que tenga tiempo y discreción, uno de esos seres solitarios que deambulan a ciertas horas por las calles del centro sin destino, sin dinero y sin madre, deberí­a ir a la librerí­a Michelena de Pontevedra las tardes de tormenta gorda a pasar revista a los lectores de páginas sueltas, los estudiantes que buscan el libro de Civil y el universo, en fin, que despliega sus alas en los fondos de esa enorme, apabullante librerí­a. Lo pensaba uno despacio, como tragando bolas de pan duro, esta semana de regreso a las estanterí­as de Michelena con los bolsillos llenos del dinero de otro, entorpeciendo alegremente un pasillo, porque estar en Michelena sin entorpecer un pasillo es como no estar, como no ser nadie.

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Alguien que tenga tiempo y discreción, uno de esos seres solitarios que deambulan a ciertas horas por las calles del centro sin destino, sin dinero y sin madre, deberí­a ir a la librerí­a Michelena de Pontevedra las tardes de tormenta gorda a pasar revista a los lectores de páginas sueltas, los estudiantes que buscan el libro de Civil y el universo, en fin, que despliega sus alas en los fondos de esa enorme, apabullante librerí­a. Lo pensaba uno despacio, como tragando bolas de pan duro, esta semana de regreso a las estanterí­as de Michelena con los bolsillos llenos del dinero de otro, entorpeciendo alegremente un pasillo, porque estar en Michelena sin entorpecer un pasillo es como no estar, como no ser nadie.

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